El antídoto para las ideas depresivas de nuestra época es la fe en Aquel que nos dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». El Evangelio comparte con nosotros el secreto de la alegría que nos trajo Cristo y nos permite vivir los días de semana con el corazón endomingado.

Los médicos definen la depresión como «un trastorno patológico del humor» que se manifiesta, entre otras cosas, en una tristeza invasora, ideas sombrías, el repliegue en sí mismo y la obsesión con la muerte. La depresión se vive como una caída, la experiencia del vacío que causa estragos en una vida y lleva a deslizarse y caer en un precipicio. El depresivo tiene la impresión de no poder seguir luchando, de encontrarse ante un abismo, de ser arrastrado por un mar de fondo que desestructura, tritura y ahoga. Luego viene el miedo, hasta convertirse en terror. El fastidio lo hace presa. La voluntad lo abandona. La indiferencia lo paraliza. Ya nada tiene sentido, una náusea tenaz lo invade hasta la desesperación y el deseo de morir.

Este drama interior, que afecta a muchísimas personas, hombres y mujeres, jóvenes y adultos, ricos y pobres, artistas y grandes de este mundo, así como deportistas y humildes artesanos, encuentra sin duda alguna en la cultura contemporánea factores agravantes que se traducen en las cifras y estadísticas que ustedes conocen y no dejan de inquietarnos. Todo ocurre como si la cultura dominante provocase en nuestros contemporáneos –empleando una imagen de la geología– fallas en lo más íntimo de su ser, luego una fisura y por último una grieta entre placas de identidad que esa misma cultura debería unir para el pleno desarrollo de las múltiples potencialidades que residen en nosotros. Al no estar unidas, estas «placas» permiten deslizarse la depresión, portadora de regresión hacia el propio ser y agresión hacia el otro, en la depreciación de un ideal de vida y los valores del mismo que estructuran la personalidad.

Hace ya diez años, nuestro amigo Tony Anatrella decía, en un ensayo corroborativo, No a la sociedad depresiva, «amenazada de implosión, en que el individuo, a falta de todo proyecto y toda dimensión exterior a sí mismo, se ve conducido nuevamente a su mera subjetividad... Encuentro a solas destructivo entre una interioridad en crisis y una vida de pulsiones que se instala en sus estados iniciales; regresión cuyo efecto es también disolver el vínculo social en el desprecio por las raíces de nuestra civilización» [1].

La persona humana, efectivamente, está ricamente dotada de una gran variedad de dimensiones, y precisamente del pleno desarrollo de las mismas nace la cultura, fuente de la civilización en sus múltiples elementos: «En sentido amplio –destaca el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral sobre La Iglesia en el mundo de esta época– la palabra «cultura» designa todo aquello mediante lo cual el hombre afina y desarrolla las múltiples aptitudes de su espíritu y su cuerpo; se esfuerza en someter al universo mediante el conocimiento y el trabajo; humaniza la vida social, tanto la vida familiar como el conjunto de la vida civil, gracias al progreso de las costumbres e instituciones; traduce, comunica y conserva por último en sus obras, en el curso del tiempo, las grandes experiencias espirituales y las aspiraciones mayores del hombre, para que así sirvan al progreso de gran cantidad e incluso la totalidad del género humano.» (Gaudium et spes, 53).

Sólo existe cultura del hombre, por el hombre y para el hombre. Lo recuerda el Documento Para una pastoral de la cultura del Consejo Pontificio de la Cultura: «La cultura es tan natural en el hombre que su naturaleza sólo tiene rostro al realizarse en su cultura» [2]. Por lo tanto, es importante distinguir aquello que en la cultura predominante desnaturaliza al hombre y perjudica su pleno desarrollo, «en su inteligencia y su afectividad, su búsqueda de sentido y de lo bello, sus referencias éticas y su apertura a la trascendencia». Los contravalores que quiebran la armonía de una cultura, hogar en que los hombres y pueblos cultivan su relación con la naturaleza y sus hermanos, consigo mismos y con Dios, son producto de ideas depresivas, portadoras del germen de destrucción de la humanidad del hombre, a la cual desfiguran hasta el punto de hacerlo incapaz de reconocerse en lo que vive.

La vida humana se realiza en las diversas modalidades de la actividad del hombre. Existir, para el hombre, no es existir simpliciter: él es en todas partes y al mismo tiempo homo faber y homo amicus, homo politicus y homo sapiens, y –de eso todos estamos convencidos– homo religiosus. Según los filósofos, la unidad se capta tanto según la forma como según el fin. Lo constatamos, una persona humana está perfectamente «unificada» en cuanto se encuentre plenamente vinculada con su fin, y no puramente por el hecho de obrar el sujeto mismo. La unidad personal de un ser, aquello por lo cual se reconoce a sí mismo, en conformidad con lo que procura construir y hace de él un ser único, original y distinto de los demás, se construye en su capacidad de alcanzar el fin con el cual está comprometido en un proyecto de vida. Serán pues las exigencias del trabajo, la amistad, la vida social y la inteligencia, unidas a las de la aspiración a la trascendencia, las que permitirán al hombre inserto en una cultura –con la condición, ciertamente, de estar reunidas– unificar su vida en un pleno desarrollo armonioso de las potencialidades que en él residen. Si la unidad de la persona es la del espíritu, cae por su propio peso el hecho de que ese espíritu del hombre está encarnado y sólo se realiza en una dimensión existencial y no abstracta.

Por el contrario, la raíz de la pérdida de la unidad personal se encuentra en las ideas predominantes de la cultura actual, que tienden a depreciar el trabajo, desnaturalizar los vínculos entre los hombres, tanto en la amistad como en la vida social, encerrar el desarrollo de la inteligencia en un callejón sin salida y desviar al hombre en su caminar hacia Dios. Yo llamaría de buen grado depresivas a estas ideas, ya que son causas de un estallido en las culturas, que amenaza situar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo en lo que el filósofo Jaspers llama «las situaciones límite», profundamente desestabilizadoras y factores de estallido de la personalidad. Son como paredes erguidas ante nosotros bajo el influjo de las ideas depresivas. Para derribarlas, se requiere fuerza, perseverancia y lucidez, con ayuda de la gracia de Dios; pero también le corresponde a la Iglesia proponer una alternativa para estas ideas, en una verdadera pastoral de la cultura inspirada por el humanismo cristiano, a su vez alimentado por el Evangelio.

El hombre es «primitivamente» homo faber. La dimensión del trabajo, la producción de obras bellas y buenas –καλα καγατα, decían los antiguos griegos–, de todo cuanto es útil para la vida cotidiana de los individuos y los pueblos, es fundamental para la vida del hombre y constitutiva de su naturaleza. Lo sabemos, precisamente mediante el trabajo el hombre entra en contacto con el universo, «dialoga» con la materia para conocerla y transformarla, respetando su orden profundo. Si bien la obra producida en el trabajo no otorga al hombre su finalidad en sentido estricto, vemos no obstante que todas las situaciones límite vividas en el orden del hacer tienen las mayores repercusiones a nivel psicológico. Así ocurre porque el trabajo es la actividad más consciente del hombre y constituye un condicionamiento sumamente fuerte, ciertamente invasor, de lo cotidiano de nuestra vida, como destaca el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio: «Dios, que ha dotado al hombre de inteligencia, imaginación y sensibilidad, le dio también el medio para llevar a cabo de alguna manera su obra: ya sea artista o artesano, empresario, obrero o campesino, todo trabajador es un creador... Más aún, vivido en comunión, compartiendo la esperanza, el sufrimiento, la ambición y la alegría, el trabajo une las voluntades, acerca los espíritus y suelda los corazones: al realizarlo, los hombres descubren su condición de hermanos» [3]. Los fracasos en este dominio tendrán, por consiguiente, repercusiones importantes en el equilibrio psicológico. Se trata por tanto de desenmascarar las ideas depresivas de la cultura predominante en este ámbito, que conducen al callejón sin salida y desnaturalizan la dimensión humana de la actividad artística y el trabajo del hombre.

En el ámbito de las artes propiamente dichas, evidentemente cierta concepción de un arte sin valor ideal, con una promoción de obras que sólo tienen sentido para un público al cual se alimenta la imaginación mórbida, proponiéndose a su mirada la exposición de las zonas más perturbadas de la psicología de hombres y mujeres desorbitados, ofrece un terreno favorable para la depresión. En su Carta a los artistas, de la Pascua de 1999, el Papa Juan Pablo II cita a su compatriota Cyprian Norwid y afirma a continuación: «La belleza es para suscitar entusiasmo en el trabajo, el trabajo es para renacer». No cabe duda alguna de que una sinfonía de Beethoven, la Pietà de Miguel Angel y las Madonas de Botticcelli introducen mediante la belleza en un mundo con sentido; pero, por el contrario, las obras contemporáneas que expresan una fealdad que ensucia hacen pensar con su provocación que en nada habría sentido y el abismo sería el principio y el fin de todas las cosas. Estas desviaciones del arte contemporáneo encuentran en parte su origen en la concepción nietzscheana del Superhombre, idea depresiva ciertamente, por cuanto genera el sentimiento de una identidad creadora absoluta totalmente ilusoria. Efectivamente, nada hay más desestabilizador que la ilusión infranqueable, fuente de encierro, y la tentación del superego abre un abismo, que tarde o temprano provoca vértigo en quien tiene la ingenuidad de creerse dios en la exaltación de descubrirse creador.

La actividad del facere también tiene como finalidad el mejoramiento de las condiciones de vida del hombre. El desarrollo de la industria, consecuencia de los avances de la técnica, la globalización del comercio y las finanzas internacionales, la estandarización de los productos, conducida por la capacidad singular de los medios de comunicación masiva para expandir por doquier en el ancho mundo modelos únicos cuyo único valor a menudo consiste en ser rentables, son otras tantas consecuencias de una concepción depresiva de la sociedad. Este mundo industrializado, promovido por las ambiciones económicas de algunos «poderosos», sin tener en cuenta las ideas más nobles del desarrollo –«el nuevo nombre de la paz», para decirlo con Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio antes citada– y la justicia distributiva –que pide la repartición de las riquezas–, es consecuencia de ideas depresivas ampliamente difundidas en la sociedad moderna. El Papa Juan Pablo II no dice otra cosa cuando denuncia las «estructuras de pecado»: se trata precisamente del desarrollo, deseado por algunos, de estructuras gigantescas generadoras de «utilidades» gigantescas, ignorando enteramente la dignidad humana, cuya única consecuencia es la desestructuración de la persona humana y que abren verdaderos focos de depresión. Es todo el tema de la Encíclica Laborem exercens ya citada, en que el Papa se refiere al «trabajo, clave de la cuestión social» y ofrece un poderoso análisis de las ideas depresivas del mundo contemporáneo en el ámbito del trabajo humano, desnaturalizado en su esencia profunda por las «diversas corrientes del pensamiento materialista y economicista» (n. 7).

En los últimos años ha aparecido un nuevo desafío del cual me siento obligado a dar cuenta. Al producir su obra, el artesano trabaja con una materia de la cual aprende cierto realismo: descubre el porvenir inherente en las «cosas», el orden de la naturaleza del cual no es autor ni dueño, y este contacto lo ennoblece y al mismo tiempo lo introduce en el camino de la humildad. Ahora bien, como constatamos con profunda tristeza, una cantidad nada despreciable de científicos quiere intervenir en la vida, sin tener en cuenta el orden fundamental inscrito en la naturaleza, en todos los niveles de sus distintas manifestaciones. El objetivo confesado es «producir» seres humanos mediante la técnica de clonación. ¿No reside ahí una de las ideas depresivas más horrorosas que la humanidad jamás haya podido imaginar? La tentación de un superego absoluto, que se expresaría para el científico en su capacidad de «fabricar» el ser más perfecto del universo, es propia ciertamente del orden de la metatentación y a largo plazo sólo puede sumir a la humanidad misma en una depresión aterradora: la vida ya no sería fruto de un amor compartido y una libertad responsable. ¿En qué se convertiría la libertad de concebir –a menudo la única verdadera riqueza de los más pobres– ante el «trabajo» de científicos preocupados de «fabricar» una raza superior? ¿Sería entonces preciso legislar, limitar y por consiguiente atentar contra esta libertad? Más que hacia un callejón sin salida, una ciencia descarriada amenaza arrastrar a la humanidad al borde de un espantoso abismo.

El hombre es homo amicus. Con capacidad para entrar en relación con su semejante, descubre en éste una persona capaz de compartir con el «las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias» de su vida cotidiana. La amistad se realiza en un don personal recíproco, basado en el respeto, la confianza y la fidelidad. Ella permite el intercambio de «secretos», que al compartirse manifiestan la comunión entre dos seres y confirman la armonía de sus voluntades. La muerte de la amistad –y la traición del secreto constituye una de sus formas–, la incapacidad de ganar amigos, que encierra en la soledad; las desviaciones de las miradas, que ya no consideran al otro sino como objeto del deseo, todas las enfermedades de la falta de amor que se desarrollan en la cultura predominante no pueden dejar de acarrear consecuencias dramáticas para el equilibrio de las personas, cuya depresión favorecen, privándolas de esta amistad que les otorga una finalidad en sentido propio. Al respecto, podríamos referirnos también a las encíclicas del Santo Padre: pienso más especialmente en Veritatis splendor, pero también en Evangelium vitae y Fides et ratio, que ofrecen análisis en profundidad de las ideas depresivas en los distintos ámbitos de la moral, la concepción del ser humano y la vida, la orientación de la inteligencia hacia lo verdadero y de la voluntad hacia el bien.

La cultura, este medio en el cual nos desarrollamos como personas humanas, condiciona inevitablemente nuestra manera de percibir al otro. El refinamiento de una educación desarrollada, en el curso de los siglos, en toda una sociedad irrigada por las humanidades grecolatinas e inspirada por el Evangelio ha producido frutos notables en la regulación de los modos de vivir en sociedad. La educación en la virtud, la presentación de modelos de valor y fidelidad –pienso en el ideal griego de Homero propuesto a las generaciones jóvenes a través de los personajes míticos de Ulises y Antígona– y la conciencia de la búsqueda del bien y el rechazo del mal sin debilidad permiten a los hombres y mujeres vivir en justa armonía y mantener vínculos de amor y amistad duraderos.

Por el contrario, la filosofía sartreana, según la cual «el infierno es el otro»; la visión psicoanalítica freudiana, que reduce al hombre a sus pulsiones; la orquestación de campañas publicitarias, que exaltan el cuerpo femenino en un esteticismo engañoso artificialmente retocado; la invitación pesada a la sexualidad –a menudo no confesada– desde una edad muy precoz, cuando la personalidad del joven todavía no está construida, son otras tantas ideas depresivas de la cultura del mundo contemporáneo. Los desórdenes morales de las telenovelas populares entregadas en los canales de televisión, hasta en las regiones más apartadas del ancho mundo, son precisamente producto de ideas depresivas en que el objetivo buscado es ganar dinero desconociendo enteramente los valores que permiten al hombre desarrollarse como imagen y semejanza de su Creador y Padre. El «audimat» buscado con obstinación se traduce en una exaltación exacerbada de los sentidos. El objetivo confesado es excitar la concupiscencia llevando al extremo los límites que la sociedad tolera, pero no deja incesantemente de alejar, convirtiéndose lo intolerable de no hace mucho en lo banal de hoy. Los efectos son dramáticos, y no me detengo a describirlos.

Quiero, con todo, poner en evidencia los efectos destructivos de esta cultura mediática que invade la familia, núcleo fundamental de la sociedad. Lo constatamos: la cultura del mundo contemporáneo es portadora de ideas sobre la familia que conducen a su estallido, ciertamente a su destrucción, lo cual no carece de repercusiones en la sociedad. La doble finalidad del matrimonio, el amor recíproco de los esposos y la procreación que es su fruto, es gravemente puesta una vez más en tela de juicio por el desarrollo de la ideología del «todo está permitido» y una búsqueda «a cualquier precio» del desarrollo personal. Según las ideas difundidas, una mujer encontrará su desarrollo únicamente en la autonomía –en realidad ilusoria– que le dará un oficio ejercido fuera del hogar, y no en la maravilla de una maternidad desarrollada en familia y la apasionante educación de «la carne de su carne». Lo constatamos: la idea según la cual solamente el preservativo protege eficazmente del SIDA, además de ser un vergonzoso atajo que engaña en cuanto a la naturaleza misma de la sexualidad humana, impide plantear la interrogante fundamental para el pleno desarrollo del hombre: ¿qué tipo de relación introduce éste entre las personas? Una reflexión en profundidad sobre este tema no pasaría por alto la presencia en el mismo de una de las ideas depresivas más desestabilizadoras de la cultura predominante. En cuanto a las ideas depresivas del mundo contemporáneo que ponen en peligro el matrimonio y la familia, me permito remitir a otro importante documento del Santo Padre, la Exhortación apostólica Familiaris consortio, fruto del Sínodo de Obispos de 1980.

El homo politicus está también sujeto a concepciones depresivas transmitidas por la cultura moderna. No corresponde abordar aquí el amplio tema del hombre y la política, pero todos saben, por el ancho mundo, qué situaciones de injusticia y ausencia de derecho engendran las ideas maquiavélicas que regulan los sistemas políticos de numerosas naciones. Entre las ideas depresivas transmitidas en el mundo contemporáneo, algunas tienen su origen en la manera en que son tratadas las personas en la sociedad moderna. No carece de significación el hecho de que el Papa Juan Pablo II haya experimentado la necesidad de escribir diversas Cartas dirigidas a grupos de personas sometidas, a raíz de las ideas depresivas ampliamente expandidas, a situaciones de injusticia y falta de respeto a su dignidad: la Carta a las familias del 2 de febrero de 1994, la Carta a los niños del 13 de diciembre de 1994, la Carta a las mujeres del 29 de junio de 1995, la Carta a los artistas del 4 de abril de 1999 y la Carta a las personas de edad del primero de octubre de 1999. Tampoco olvido la Carta a los sacerdotes del Jueves Santo de este año: los sacerdotes, al igual que el conjunto de las personas consagradas, se enfrentan permanentemente a los desafíos de las ideas depresivas, y las comunidades cristianas deben preocuparse de ayudarlos a protegerse de las mismas en el seno de nuestras sociedades individualistas.

El hombre es también homo scientificus. El estallido del saber científico, la pérdida de una Sabiduría que unifique las culturas y las ordene para el hombre, centro y cima de la creación, la tentación que señalé del superhombre nietzscheano, que mediante los avances de la técnica en el ámbito de las ciencias de la vida, abre horizontes pesados de incertidumbre a la humanidad, son otras tantas situaciones generadoras de ideas depresivas. Al mismo tiempo, el drama de la separación de la fe y la razón engendra, con sus consecuencias nefastas, una cantidad de ideas depresivas especialmente tenaces. «Como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos... En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero» (Fides et ratio, 46).

El Concilio Vaticano II reafirmó la legítima autonomía de las ciencias en el campo de la investigación propia de las mismas, y negó a quienquiera el derecho de dictar desde el exterior la forma de conducir la investigación. Efectivamente, los avances de las ciencias contribuyen a un progreso espectacular de las técnicas y otorgan al hombre un poder cuyo uso no tiene lugar sin plantear graves interrogantes. ¿Cómo no constatar de hecho que el progreso en muchos de nuestros conocimientos está lejos de ir siempre acompañado de igual progreso de los valores morales? La ciencia tiene un límite, pero no es ajena al mismo, sino todo lo contrario, por cuanto está en juego la dignidad del hombre, sujeto y finalidad de todos sus conocimientos. La ciencia pierde su dignidad de saber humano cuando el precio pagado por sus avances es la violación de la dignidad humana. Invertir la relación entre el saber del hombre y el saber para el hombre significaría volver a la oscura e inhumana experiencia de Auschwitz, donde los médicos llevaban a cabo experimentos con deportados, considerados en la lógica nazi como seres inferiores y ya no como personas. Ante la tentación de los recientes desarrollos de la investigación biogenética y los experimentos de clonación de embriones humanos considerados como meros objetos, es preciso volverlo a decir: jamás podrá reconocerse como verdadero progreso aquello que reduce al hombre a objeto.

La cultura de la verdad es sin duda alguna el antidepresivo de la inteligencia, que para ser ella misma debe recuperar su orientación fundamental hacia la verdad. Es esto lo que desarrolla el Santo Padre en su Encíclica magistral, Fides et ratio, junto con ofrecer una reflexión sobre las raíces mismas de las ideas depresivas que desnaturalizan y obscurecen la razón. «No debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el carácter marginal del saber filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están orientadas –o, al menos, pueden orientarse– como «razón instrumental» al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder» (Fides et ratio, 47). Y refiriéndose a su primera encíclica, Redemptor hominis, del 4 de marzo de 1979, el papa-filósofo hace ver las consecuencias de semejante desviación de la razón en el ámbito del trabajo: «El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en objeto de ‘alienación’, es decir, son pura y simplemente arrebatados a quien los ha producido; pero, al menos parcialmente, en la línea indirecta de sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre; ellos están dirigidos o pueden ser dirigidos contra él. En esto parece consistir el capítulo principal del drama de la existencia humana contemporánea en su dimensión más amplia y universal. El hombre por tanto vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte, sino algunos y precisamente los que contienen una parte especial de su genialidad y de su iniciativa, puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo». (Fides et ratio, 47). Estamos situados precisamente en el fundamento de las ideas depresivas del mundo contemporáneo, en que el clamor nietzscheano de «la muerte de Dios» plantea la trágica cuestión de «la muerte del hombre».

La antropología postmoderna cava un abismo depresivo sin precedentes, desde Michel Foucault hasta Claude Lévi-Strauss. El primero propone encaminar al hombre hacia un sueño antropológico, que gracias a la eutanasia estructuralista podría llegar a ser verdadera muerte del hombre [4]. Y el segundo concluye su tetralogía mística, para nada –dice él– como Wagner, con el crepúsculo de los dioses, sino con el «crepúsculo de los hombres», con la palabra «nada» [5].

El estudio de la no creencia y la indiferencia religiosa. Lo constatamos, hoy ya no existe una geografía precisa de la no creencia, como el Muro de Berlín, de triste memoria; pero si bien el ateísmo militante está perdiendo velocidad y carece de gran influjo, se está desarrollando, sobre todo en las culturas de tradición cristiana, una actitud de desprecio, hostilidad y burla hacia la religión –y sobre todo la religión cristiana– transmitida sin vergüenza por los poderosos medios de comunicación masiva modernos.

Nos encontramos hoy día ante una disolución del sentimiento religioso en una cultura falsamente esterilizada. En su Exhortación apostólica Ecclesia in Europa, el Santo Padre pone en guardia al continente contra la tentación del «obscurecimiento de la esperanza» (n. 7). Entre las ideas depresivas que se presentan como desafío a la esperanza cristiana, ¿cómo no preguntarse por esta extraña facultad, que hoy aparece a la luz del día, de una amnesia total de las raíces cristianas, que no han dejado de dar vida a una cultura de prodigiosa fecundidad y siguen haciéndolo, y la afasia dramática de intelectuales y encargados de tomar decisiones, que se valen del humanismo, pero mutilan gravemente al hombre, olvidando su origen y su fin? Una suma de escepticismos no puede estructurar una existencia. Y la cultura que rechaza lo absoluto llega a dar carácter absoluto a lo relativo, por cuanto es muy cierto que una sociedad de incrédulos no puede prescindir del hecho de creer. El siglo pasado idolatró así trágicamente, con consecuencias mortíferas, la raza, la clase, la etnia, la ciencia. La cultura predominante exacerba la pulsión de los deseos, la búsqueda de los placeres, la persecución del tener, el saber y el poder; pero despojado de su anclaje en Dios, el hombre, creado a su imagen y semejanza, ya no sabe encontrar su rostro en un espejo roto. Cada uno de sus fragmentos sólo refleja un ápice de imagen. Los fragmentos se toman como el todo, cuya coherencia se ha hecho astillas. Tanto en la economía como en la política, la familia, la vida social y los medios de comunicación masiva, la imagen incompleta que refleja cada uno de los fragmentos es reducida y está como herida, lo cual acarrea una creciente falta de confianza del ser humano en su propia humanidad. La persona se vuelve frágil, el tejido social se desarticula y la nación se deshace. Vemos debilitarse pueblos que rebosan bienestar, pero ya no tienen ser. La sobrestimación del placer del sexo los priva de la alegría irremplazable de la paternidad y la maternidad. Esta disociación mortal sobre la cual el Papa Pablo VI procuró en vano atraer la atención distraída de la cultura predominante hace ya más de 35 años, en su Encíclica Humanae vitae, es sin duda la amenaza depresiva más dramática de la cultura hegemónica de los países ricos: «el amor» sin hijos e hijos sin amor. En la actualidad, muchos niños mueren por ser huérfanos. Necesitan desesperadamente ser amados. Y se sumergen en un océano de imágenes cuya abundancia devastadora los desestructura en esta otra disociación moralmente depresiva entre la hipertrofia de los medios a nuestra disposición y la atrofia de los fines que buscamos.

El homo religiosus. Las ideas depresivas de la cultura en el mundo contemporáneo son legión, y se presentan ante nosotros bajo aspectos multiformes que desafían a la humanidad del hombre. Ante el vacío existencial en el cual estas ideas introducen, y para enfrentar todos los condicionamientos sin ser víctima de los mismos, Viktor Frankl, psiquiatra y neurólogo vienés, profesor en Harvard, Stanford, Pittsburg y Dallas, fallecido a los 92 años en 1997, reivindica, en su demasiado olvidado libro El dios inconsciente, «el poder de impugnación del espíritu». Parte del principio según el cual «la exigencia fundamental del hombre no es ni el pleno desarrollo sexual ni la valorización de sí mismo, sino la plenitud de sentido» [6]. En esta afirmación lapidaria, que pone en un estado lastimoso a la filosofía depresiva de la escuela freudiana, aparece el problema de «la voluntad de sentido». Las neurosis que asedian las investigaciones de ciertos psicólogos y psiquiatras, y abren tan fácilmente el camino de la depresión, son ante todo expresión de un ser desprovisto de sentido y por consiguiente propenso al vértigo del vacío existencial. El hombre moderno, presa de las ideas depresivas del mundo contemporáneo, se ve afectado en lo más profundo de sí mismo, en sus razones para vivir. Es ahí, en el centro de sus deseos, y hasta en sus angustias y frustraciones existenciales, donde debemos salir a su encuentro. Para hacerlo, se nos ofrece el camino del Evangelio, creador de cultura por cuanto es portador de la Verdad del hombre y de la Verdad sobre el hombre, revelada por este Dios que ha adquirido rostro humano en Jesucristo, hijo de la Virgen María, para compartir con nosotros el amor del Padre.

El antídoto para las ideas depresivas de nuestra época es la fe en Aquel que nos dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». El Evangelio comparte con nosotros el secreto de la alegría que nos trajo Cristo y nos permite vivir los días de semana con el corazón endomingado.

La alegría es el don de Dios del cual es portadora la Iglesia para nuestras culturas depresivas. «Me gustan los sacerdotes –confía Julien Green en su Diario– que me llegan del Nuevo Testamento con la Buena Nueva en los ojos». «La alegría –escribía Paul Claudel– es la primera y la última palabra del Evangelio» [7].


NOTAS 

[1] Flammarion, 1993.
[2] CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Pentecostés 1999, n. 2.
[3] PABLO VI, Populorum progressio, Pascua 1967, n. 27; ver JUAN PABLO II, Laborem Exercens, 14 de septiembre de 1981, n. 4-10.
[4] Michel FOUCAULT, Les mots et les choses (Las palabras y las cosas), Gallimard, 1966.
[5] Claude LÉVI-STRAUSS, L’homme un (El hombre desnudo), Plon, 1971.
[6] Viktor FRANKL, Le dieu inconscient (El dios inconsciente), Col. Religión y Ciencias Humanas, Éditions du Centurion, 1975, p. 92-93.
[7] Ver Paul POUPARD, Le christianisme à l’aube du IIIème millénaire (El cristianismo en el alba del tercer milenio), III: El porvenir está en la esperanza, Plon-Marne, 1999, p. 248.

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