Este artículo corresponde a una presentación realizada ante la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile, el día lunes 27 de julio de 2020.

* Los grabados que ilustran este artículo fueron recopilados en el libro de Ediciones UC Taller 99. Memoria colectiva del grabado en Chile, por Patricia Andaur Labbé y Paula Véliz García, 2018. Portada: "Formas abrazadas por la tierra" por Nemesio Antúnez, 1948 (Aguafuerte, aguatinta).

© Humanitas 94, año XXV, 2020, págs. 306 – 319.


Con motivo de las protestas sociales iniciadas en Chile en octubre de 2019 varios destacados analistas nacionales, incluidos connotados miembros de esta Academia, han recurrido al concepto de “anomia” para comprender los sucesos que se arrastran desde entonces. Su aplicación ha sido, sin embargo, bastante inespecífica, puesto que ha incluido situaciones muy diferentes y de amplio espectro. La conciencia común de la población se focalizó principalmente en los abusos de poder tales como colusión de precios (medicamentos y pollos), en las tarifas reguladas (transporte público, bienes de primera necesidad, seguros de salud, créditos universitarios), en el sistema de pensiones, en las corrupciones asociadas al uso de dineros fiscales y, en términos genéricos, en la falta de credibilidad de las instituciones públicas, tanto fiscales como privadas, que habían sido tradicionalmente dignas de confianza: la Iglesia Católica, las escuelas, las instituciones armadas, los medios de comunicación de masas, los partidos políticos y los tres poderes del Estado. En una palabra, quedaba en entredicho la gobernabilidad de la sociedad en su conjunto, produciéndose entonces la reacción consiguiente de no sentirse obligado por norma social alguna, puesto que no se correspondían con la sensación subjetiva de la vivencia diaria de la población.

No es de extrañar, por consiguiente, que se buscara un concepto adecuado a la comprensión de la crisis de la sociedad como un todo, aunque desde ya habría que aclarar, pensando en el título de esta convocatoria, que si bien la juventud tuvo un protagonismo destacado en estas movilizaciones, no podría imputársele a ella un monopolio de la acción rebelde ni en sus causas ni en sus orientaciones. Por ello, quisiéramos analizar un poco más en profundidad el concepto mismo de anomia e intentar vincular el fenómeno que describe con la evolución social de la sociedad y de la cultura modernas.

I

El concepto de anomia en ciencias sociales requiere algunas precisiones. Literalmente significa “ausencia de normas”. Pero tal ausencia no es nunca absoluta, puesto que la misma vida en sociedad deja reconocer siempre algún tipo de normatividad que es exigible a sus miembros. Antes de que existiese en la historia un reconocimiento a la convivencia que pudiese calificarse de contractual, sea en la cultura oral o en la cultura escrita, el hábito o la costumbre se le habían anticipado, con un reconocimiento más o menos explícito de las exigencias del medio ambiente natural, con la voluntad de honrar la vida y la herencia de los antepasados o con la adaptación a pueblos y culturas del entorno, especialmente cuando se los percibía como más poderosos. Incluso el ejercicio de la fuerza y de la coacción física era motivo más que suficiente para el reconocimiento de la normatividad social, lo cual ha perdurado hasta el presente pasando por diversas justificaciones.

Los sociólogos que usaron el concepto de “anomia”, particularmente Émile Durkheim, estaban muy conscientes de lo expuesto. Él mismo, junto a su célebre sobrino Marcel Mauss, dedicaron parte sustancial de sus respectivos trabajos históricos a investigar los vínculos sociales anteriores al contrato jurídico entre las partes, adquiriendo ambos una visión no contractualista de la sociedad. La percepción de que a todos los miembros de un grupo algo les es debido por el solo hecho de existir como tales, da a las normas sociales un reconocimiento óntico-ontológico que está en la base de la imputabilidad de las personas y, por tanto, de su responsabilidad frente al colectivo social. La imagen idealizada de la existencia de “individuos ilusorios”, con vínculos puramente espontáneos sin otra norma que su capricho o su placer, aunque ha poblado con exuberancia la imaginación de Occidente, no ha encontrado asidero alguno en una realidad social, estratificada por lenguas, familias, distribución etaria y de sexos, religiones, clases sociales, profesiones, posesión de bienes y capacidades geopolíticas y militares.

En este contexto, la anomia no podría haber sido explicada como ausencia de normas en sentido absoluto. Los sociólogos hablaban más bien como de un desajuste entre ellas, lo que se podría cristalizar por diversos motivos. Algunos podían ser transitorios y superarse con rapidez, como ocurría por ejemplo en los casos de sucesión de la autoridad y en muchos otros. Pero el concepto de anomia adquiere densidad científica de modo particular cuando la velocidad de las transformaciones sociales comienza a ser provocada por la movilidad de flujos migratorios de envergadura, por la aplicación social del conocimiento científico y técnico, por la diferenciación funcional en ámbitos especializados del trabajo de la sociedad o por otros factores medioambientales que no eran propiamente una consecuencia de la arquitectura normativa de la sociedad. Ello suponía superar las explicaciones coyunturales de los desajustes e interrogarse sobre los procesos de desarrollo social más extendidos temporalmente y de mayor amplitud en cuanto al alcance de sus consecuencias. Sumidos en el contexto del pensamiento intencional, los intelectuales piensan, en primer lugar, que siempre existen consecuencias no intencionales de las acciones intencionales, sea por el desconocimiento de toda la información relevante al caso, sea por el ocultamiento deliberado de los intereses, motivaciones y propósitos en juego. Pero pronto se vuelve también estrecha esta perspectiva para juzgar los sucesos posibles y previsibles y las ciencias se ven obligadas a encontrar interpretaciones causales relativamente independientes de la conciencia de los actores sociales y de sus intenciones. Comienza entonces a adquirir plausibilidad la idea de que no es el pensamiento (y por tanto la ideología) el que produce los hechos sociales, sino más bien por el contrario, son los propios hechos sociales los que producen el pensamiento que busca comprenderlos.

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"M-2" o "El Metro" por Nemesio Antúnez, 1998 (Aguatinta)

Hasta nuestros días el concepto de “anomia” ha oscilado entre ambas perspectivas. Algunos, queriendo darle un contenido intencional, lo asocian en el plano político al anarquismo, la subversión, la revolución y el cambio social. En el plano de la cotidianidad social, en cambio, se asocia a la conducta desviada, a la delincuencia, al consumo de estupefacientes, al hedonismo libertino. La anomia se muestra así como una conducta de ajuste, de adaptación a las circunstancias críticas que amenazan la estabilidad de las conductas sociales. Sin embargo, otros intelectuales han querido trascender con sus explicaciones el plano puramente intencional, buscando una comprensión de este desajuste normativo en los fenómenos de cambio de larga duración, como ocurre con la estructura demográfica, la urbanización, la revolución de las ciencias y de las nuevas tecnologías, especialmente la revolución electrónica de las comunicaciones, y con la pérdida de los equilibrios del ecosistema, todos los cuales se despliegan en horizontes de temporalidad más extendidos. En estos casos, empero, las semánticas acuñadas para describir los fenómenos en su objetividad clarifican muy poco lo que en verdad está ocurriendo en la conciencia de los actores sociales, destacando más bien el conjunto de problemas que habría que resolver.

II

Habiendo esbozado someramente esta importante diferencia en el análisis de la anomia, quisiéramos aproximarnos más directamente al tema que nos ocupa. Para ello resulta indispensable abordar tanto la conciencia subjetiva inmediata de la anomia como también los rasgos objetivos vinculados a la situación. Respecto a la primera, hemos vivido en carne propia en los últimos meses algunos de los sentimientos que los medios de comunicación de masas y las redes sociales han hecho circular. Entre ellos podría mencionarse la percepción de que importantes derechos sociales teóricamente reconocidos no se materializan adecuadamente, como es el caso de la salud universal, la educación escolar y universitaria, los empleos estables y bien remunerados, la jubilación de las personas de la tercera edad, las viviendas sociales en barrios seguros, la movilización colectiva de insuficiente calidad, para mencionar solo los principales. Pero estas carencias no solo dan pie a la reivindicación de los correspondientes derechos, sino que han desatado la agresividad de la población contra quienes aparecen como responsables. Así cabría mencionar a los empresarios que han participado en la colusión de precios en supermercados y farmacias, a las autoridades del transporte y de la educación, a quienes se han apropiado corruptamente de bienes públicos, a las fuerzas armadas, a los políticos, gobernantes y jueces, a todos los cuales se les hace responsables de estas situaciones; a todas las instituciones que defraudaron su confianza en la población, como las religiosas y educacionales, y, no en última instancia, a las fuerzas de orden, que impedían las movilizaciones y protestas, pacíficas y violentas, que pretendían expresar estos sentimientos populares.

Podrían resumirse estas distintas facetas del estado de ánimo de la subjetividad de la población señalándose que se ha incrementado la desafección frente al orden institucional, no solo de la juventud, pero principalmente de ella, puesto que es heredera del futuro que harán posible sus mayores. Habría que decir que esta desafección con el orden institucional no es nueva y se arrastra en América Latina desde la época colonial, reflejada en la famosa admonición del virrey de que “la ley se acata pero no se cumple”. Hoy en día se actualiza este mismo principio con la sentencia “hecha la ley, hecha la trampa”. La mayoría de las veces tal descrédito de la ley no se debe a un rechazo profundo del principio legal, sino a la incapacidad de la ley de conseguir los fines que teóricamente se propone. Sin ir más lejos, el mismo viernes 24 de julio en que se promulgaba la ley que permite a las personas retirar el 10% de sus ahorros previsionales, los tribunales se vieron invadidos de solicitudes ejecutivas para que se pagaran con los fondos así retirados las “pensiones de alimentos” adeudadas, lo que hará a muchas personas, presumiblemente varones en su mayoría, abstenerse de retirar los fondos previsionales que el Parlamento les autorizó. Como decía García Márquez, no son los escritores latinoamericanos los que inventan el “realismo mágico” característico de esta región, sino que les faltan las palabras para describir la picaresca barroca de nuestra cultura. En este caso fue la propia ley la que creó la picaresca.

Pero sin duda, la desafección más profunda que afecta al orden normativo no se refiere al plano procedimental propio de cualquier forma de gobierno, público o privado, como fue descrito célebremente por Max Weber en su análisis de la “jaula de hierro” de la burocracia moderna, sino que hunde sus raíces más hondamente en el “nihilismo” europeo analizado brillantemente por Nietzsche en su libro La voluntad de poder. Lo que para el sociólogo es “anomia” es antes, para el filósofo, “nihilismo”, es decir, como decía Nietzsche, “aquella situación en que los valores supremos han perdido su vigencia, falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué”. Diríamos ahora, un siglo y medio después, que falta no solo la respuesta a la pregunta por el por qué, sino la misma pregunta. Y efectivamente, carente de finalidad, no existe ningún orden de convivencia que pueda ser considerado como legítimo y que suscite expectativas plausibles sobre una sociedad justa. Habría que señalar que unos pocos analistas en nuestro medio han considerado adecuado hablar de “nihilismo”, mientras que la mayoría ha preferido quedarse con el filosóficamente menos comprometido concepto de “anomia”.

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"Multitud en la playa" por Nemesio Antúnez, 1989 (Litografía)

III

Originalmente, el nihilismo se planteó como el producto de una desafección filosófica heredera del nominalismo. Los valores fundamentales que perdían su vigencia, en la visión de Nietzsche, eran el bien, la verdad y la belleza, particularmente en su unidad, es decir, los habitualmente llamados “conceptos trascendentales” del ser. La unidad teleológica de estos tres conceptos en la polis humana había sido, desde Aristóteles, el fundamento de una convivencia que hiciera posible la amistad cívica. Con los filósofos contractualistas, la unidad añorada de los tres valores mencionados no podía ser espontánea o fruto de la disposición natural humana, sino solo podía ser obra del poder, o, mejor dicho, del temor al poder que amenazaba con acabar la vida humana. Así, podría decirse que el poder debía domesticar al poder. Más adelante la psicología convirtió al nihilismo en una afección del espíritu, y no hay que olvidar que el propio Nietzsche se definía a sí mismo como psicólogo. Se trataba de una suerte de pesimismo y resentimiento de quien se sentía derrotado y ya no tenía fuerzas para luchar. Freud transformó el resentimiento en una poderosa fuerza de instalación del “yo” en la realidad, de tal suerte que pudiese convertirse el “yo” en el referente esencial de lo real. Finalmente, con el advenimiento de la sociedad de consumo el “yo” viene considerado como un sujeto que hace suyo un principio de indiferencia en la decisión que puede escoger entre una cosa u otra comparándolas bajo criterios de costo/beneficio y prescindiendo de cualquier otra consideración. En este último sentido, el nihilismo deja de ser una opción de la conciencia humana que busca su finalidad, como sostenían los filósofos, para transformarse en la condición de posibilidad de una convivencia regida por algoritmos orientados a la maximización de los resultados de la acción social.

Si se priva a la anomia de este componente nihilista, que está en su base, se tiende a imputar conducta anómica solo a quienes padecen los estragos de la convivencia en la sociedad actual: los marginados, desempleados, víctimas de abusos y atropellos, enfermos, desamparados, inválidos, explotados, que poco o nada tienen que perder rebelándose contra la sociedad. Con los mismos ojos se ve igualmente a la juventud que, por una parte, es la protagonista de las mayores expectativas sociales y, por la otra, experimenta tempranamente la frustración de las promesas incumplidas. Pero se censura hablar del nihilismo de los que están al otro lado: de los satisfechos, los indiferentes, los que viven de las luces del espectáculo, los intelectuales y gurús, los políticos y gobernantes, los que dilapidan los recursos públicos con un vandalismo y destrucción sin medida. Aunque ambos bandos parezcan irreconciliables en su confrontación, comparten, sin embargo, el mismo principio nihilista desestructurador de la convivencia. Así se ha visto que, llegado el momento de tomar decisiones vinculantes, nadie sabe qué ofrecer, puesto que todos los argumentos parecen relativos y podrían ser sustituidos por sus contrarios. Por cierto, continúa siendo de buen tono proclamar la inquebrantable dignidad de la persona humana como sustrato común de la convivencia social, lo mismo que los derechos inquebrantables de los individuos. Pero tal definición no logra ocultar su impotencia cuando no puede derivar de ella medidas eficaces que susciten consensos de mediano y largo plazo y movilicen a la población hacia objetivos de desarrollo sustentable.

Como sociólogo no puedo adjudicar tanta incoherencia a un error de percepción en la conciencia de los actores sociales, como tampoco a la aparente apostasía de los valores fundamentales que los filósofos habían considerado en su unidad. Me inclino más bien por un análisis estructural del desarrollo evolutivo de la sociedad, cuya etapa actual, durante los últimos tres siglos, puede identificarse con el surgimiento de lo que Zygmunt Bauman llamó la “modernidad líquida” y que caracterizó por la disolución entre la esfera pública y la privada, la entronización de la economía monetaria y la relativización de la esfera moral mediante la proclamación de la “tiranía del relativismo”, según la llamó el entonces cardenal Ratzinger en abril del 2005. El carácter líquido de este entramado estructural estaría dado por la valoración del presente sobre el pasado y sobre el futuro: presente de los actualmente vivos, presente del consumo y del dinero, presente del hedonismo libertino, presente de la comunicación en “tiempo real”, presente del valor de marcas, del prestigio y de las expectativas de movilidad social, presente de la subjetividad de cada quien. En el fondo, son los mismos sistemas sociales los que operan siempre en la temporalidad del presente, incluyendo el pasado-presente (la memoria) y el futuro- presente (la expectativa).

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"Bicicletas del sur" por Nemesio Antúnez, 1983 (Aguatinta, acuarela).

Para muchos autores, la gran tarea actual es recrear la política como un espacio de convergencia social, donde sea posible conciliar intereses contrapuestos y cooperar conjuntamente para el logro de un desarrollo sustentable. Más allá de los logros específicos, se trata de crear una red de solidaridad intergeneracional que permita volver a levantar los ojos del presente hacia un futuro compartido. Es la tarea que ha descrito el Papa Francisco en su encíclica Laudato si’ y que había acuñado antes Juan Pablo II con sus conceptos de “ecología humana” y “ecología social del trabajo”. Habitar la casa común es también habitar una historia común con imputabilidad específica de responsabilidades sociales exigibles para cada generación. Esta realidad espacio-temporal habitada responsablemente en común por muchas generaciones es lo que solemos denominar “cultura”, donde converge el cultivo del sí mismo, el cultivo del espíritu, con el cultivo espontáneo de los diferentes grupos y asociaciones sociales, comenzando por la familia y por la escuela, pero alcanzando todos los confines de la lengua y de los sistemas simbólicos. Es decir, es la persona humana misma, con todos los componentes de su existencia, quien habita la cultura. Por todo lo dicho, quisiera concluir con una frase de Juan Pablo II que ha sido para mí una fuente de meditación en toda mi vida académica.

Señala:
Al hombre se le comprende de manera más exhaustiva si es visto en la esfera de la cultura a través de la lengua, la historia y las actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales de la existencia, como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios.[1]


Notas:

[1] Juan Pablo II, Centesimus annus n.24.

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