La derrota del comunismo es indudablemente uno de los grandes temas del siglo XX. Es decisivo preguntarse cómo ocurrió eso. En todo caso, la verdadera victoria contra el comunismo sólo podrá verse dentro de algunas décadas. 

La derrota del comunismo es indudablemente uno de los grandes temas del siglo XX. Es decisivo preguntarse cómo ocurrió eso. En todo caso, la pregunta “¿cómo hemos derrotado al enemigo comunista?” está constituida en realidad por tres interrogantes: primero, ¿quiénes somos “nosotros”: Europa, los Estados Unidos, los pueblos sometidos al yugo soviético?; segundo, ¿qué era el comunismo: una aberración de un noble ideal, un momento único e irrepetible en la historia humana?; tercero, ¿hemos triunfado realmente?, ¿qué hemos derrotado?

Antes de examinar estas tres preguntas, es preciso aclarar dos puntos. Ante todo, la lucha contra el comunismo era una lucha propiamente tal y no un debate intelectual. El comunismo y los comunistas no deseaban ganar una discusión teórica entre amigos, sino conquistar el poder mediante el cual podrían obligar a las poblaciones sometidas a construir un sistema económico, político y cultural totalitario. Su objetivo no era el bien común, sin el bien del partido.

En Rusia, los comunistas conquistaron el poder con un golpe de estado; en Europa central oriental, lo conquistaron gracias a los carros armados soviéticos, y en Europa occidental procuraban alcanzarlo por vías democráticas (bajo la forma de los diversos partidos comunistas) y violentas (a través de algunos grupos terroristas, como las Brigadas Rojas en Italia o la RAF en Alemania).

Por haberse puesto en práctica el comunismo en el bloque soviético, la lucha entre los comunistas y los hombres de buen sentido adquirió la forma de una guerra fría entre el bloque soviético y el americano; pero en realidad, a diferencia de la guerra contra el nazismo, el combate con el comunismo no se reducía a una tensión entre estos dos bloques. La cortina de hierro no separaba el comunismo de la democracia, ya que existían comunistas a ambos lados de este límite.

El segundo punto, que requiere una breve aclaración, se refiere a la naturaleza de esta lucha. No sólo no era un debate de ideas, sino tampoco una competencia entre entidades moralmente a la par. Por más que la izquierda europea, y en menor grado la americana, procurasen presentar al comunismo como una ideología “progresista” motivada por un noble ideal encaminado a crear un mundo perfecto, donde cada uno produciría de acuerdo con sus propias capacidades y recibía en conformidad con sus propias necesidades, la realidad era muy distinta. El comunismo era una ideología fundamentalmente equivocada y homicida. Los gulag de Lenin y Stalin no constituyen una degeneración, sino una conclusión lógica de los principios del comunismo. Por consiguiente, la lucha contra el comunismo era tanto contra una ideología totalitaria como contra un sistema político violento.

Hechas estas breves aclaraciones, examinemos las tres interrogantes planteadas inicialmente.

La primera pregunta -¿quiénes somos “nosotros”, quien derrotó al comunismo?- es aparentemente la más sencilla, porque después del annus mirabilis 1989, y sobre todo a partir de la desintegración de la URSS en 1991, son pocos quienes admiten ser o haber sido comunistas. Siendo fácil acomodar las palabras a los hechos, hoy día todos parecen haber ido contrarios al comunismo, y por consiguiente todos declaran haber triunfado en la lucha contra el comunismo.

El sistema económico y político comunista, instalado a fuerza de gulag en la ex Unión Soviética, en el bloque soviético y en algunos países de Asia y Africa, ya no tiene muchos simpatizantes en el mundo, y también aquellos comunistas que han modificado en escasa o ninguna medida sus propios programas políticos han preferido transformar su propia imagen y situarse en el campo de los vencedores de la Guerra Fría. En realidad pocos son aquellos que realmente merecen ser llamados vencedores de este combate, puesto que son pocos los que han resistido a los halagos del poder totalitario sin deslumbrarse ante las promesas del comunismo. Y por cuanto asignar premios por una victoria es siempre algo imperfecto, es posible señalar tres vencedores que contribuyen a la caída del imperio soviético y de la idea comunista: los pueblos oprimidos por el comunismo, Juan Pablo II y la Iglesia y Ronald Reagan.

Capaces de cambiar la historia

Las naciones que cayeron bajo el yugo comunista fueron las mayores víctimas de esta ideología. En medio de ellas, los verdaderos vencedores fueron quienes dijeron “no” al sistema en el cual vivían. Indudablemente, las personas que perdieron la vida en las cárceles comunistas o sufrieron torturas o humillaciones a raíz de sus palabras o acciones merecen pasar a la historia como héroes y mártires, y esas personas son decenas de millones; pero es preciso reconocer que nemo ad impossibilia obligatur. También existen, por cierto, aquellos que sobrevivieron al comunismo sin haber estado jamás presos o apaleados por diversos motivos. También estas personas, en el pequeño ámbito de su vida cotidiana, se negaron a caer en la banalidad del mal totalitario y siguieron viviendo libremente en el mundo paralelo de su familia, sus amigos, la propia Iglesia y los propios pensamientos. Son las personas que rehusaron caer en compromisos, no entraron a formar parte del partido comunista para obtener beneficios materiales o para procurar ascender en la escalera del poder totalitario y conservaron la esperanza de llegar a un sistema político libre.

Como decía Troski, las barricadas tienen escaso valor desde el punto de vista táctico, pero desde el punto de vista moral constituyen siempre una fuerza extraordinaria. Los vencedores fueron aquellos que erigieron barricadas físicas y morales contra el comunismo, a menudo en el más absoluto anonimato. Sin ellos, la caída del sistema soviético no habría sido posible.

Con todo, también es cierto que, dada la naturaleza opresiva y la capacidad de violencia del sistema comunista, las poblaciones no habrían sido capaces de derrotar solas al comunismo. Es este siglo de democracia, con frecuencia no creemos en la capacidad de los individuos de cambiar la historia. La historia pertenece a las masas anónimas, a los pueblos. Esto es verdad, pero sólo en parte.

La lucha contra el comunismo ciertamente no habría terminado sin dos personas: el Papa Juan Pablo II y Ronald Reagan. Recientemente se ha hablado mucho de estos dos hombres y de una alianza estratégica entre ambos con el fin de derrotar al imperio soviético. Con frecuencia son exageradas las alusiones a semejante pacto, ya que más que un acuerdo, hubo una coincidencia histórica: rara vez se encuentran dos individuos a la cabeza de dos entidades tan distintas como la Iglesia Católica y los Estados Unidos con la misma visión del mundo.

En este caso en particular, tanto Reagan como el Santo Padre compartían la noción según la cual el comunismo era un mal no sólo bajo la forma del poder soviético, sino también y sobre todo como ideología. La presencia y las palabras de Juan Pablo II otorgaron a las poblaciones oprimidas por el comunismo un sólido punto de referencia: he aquí un hombre que sin dirigir carro armado alguno infunde valor a naciones enteras para “no temer” ante el Leviatán comunista. Juan Pablo II había comprendido que el fundamento del sistema soviético y el comunismo era el miedo provocado por la “dictadura del proletariado”. Era el temor de dirigir la palabra al vecino, el temor de escuchar la radio o hacer la señal de la cruz, el temor de leer un libro no aprobado por el partido; pero el valor, al igual que el miedo, es infeccioso. Por este motivo, una persona valerosa puede debilitar con su propio ejemplo los fundamentos de un sistema basado en el miedo. Ése fue el rol de Juan Pablo II: contagiar su valor a quienes estaban en contacto con el comunismo.

El segundo individuo que merece ser reconocido como uno de los vencedores del comunismo es el presidente norteamericano Ronald Reagan. Como pocos antes que él, Reagan había comprendido que el imperio soviético y el comunismo (con los diversos partidos comunistas en actitud de permanente adulación en relación el Kremlin soviético) no eran entidades políticas como cualquier otra, sino basadas en una visión del hombre fundamentalmente equivocada. La URSS no era un estado como los demás con un régimen autoritario, una economía centralizada y ambiciones imperialistas. La URSS era el “imperio del mal”, que no sólo debía circunscribirse geoestratégicamente, sino también y sobre todo, destruirse.

Por consiguiente, el combate con la URSS y el comunismo en general no era puramente político o estratégico, sino moral. La diferencia entre el imperio soviético y el resto del mundo, entre el comunismo y la democracia, era clara e insuperable. La única manera de poner fin a este conflicto era derrotando al comunismo. Después del cambio de retórica, hubo también un cambio en la estrategia norteamericana: el objetivo no era sobrevivir a un enfrentamiento nuclear, sino poner fin con un triunfo a la Guerra Fría. Por ejemplo, Reagan dirigió los esfuerzos de las agencias de inteligencia norteamericanas, que hasta ese momento se habían concentrado en los puntos fuertes del imperio soviético, hacia el descubrimiento de sus puntos débiles. Y se vieron los resultados políticos: la URSS no resistió el enfrentamiento con las fuerzas desencadenadas por la democracia.

¿Qué era el comunismo?

¿Pero qué era necesario derrotar? ¿Quiénes eran “ellos? Ante todo, la Unión Soviética y sus vasallos eran los enemigos más visibles y peligrosos. La imponente máquina militar soviética, con sus millares de dispositivos nucleares, constituía un peligro que habría sido una locura subestimar. La existencia de esta potencia, motivada por una ideología que no fijaba límites a la expansión y afirmaba la obligación de extender el sistema comunista al mundo entero, amenazaba la supervivencia no sólo de la libertad, sino también de la vida misma de las poblaciones que todavía no estaban bajo su control. La derrota material de la URSS era la conditio sine qua non de cualquier otra política.

El sistema totalitario soviético, en realidad, era más amplio que el territorio de la URSS y que el bloque soviético. Así, más que un bloque geográficamente determinado con claridad, el enemigo comunista era semejante a un pulpo cuyos tentáculos habían penetrado en la vida política y cultural del entonces llamado “Occidente”. Por ejemplo, a partir de sus primeros años de existencia, el régimen soviético había establecido una red de control (mediante considerables subsidios financieros mantenidos hasta la caída de la Unión Soviética) de los diversos partidos comunistas del mundo.

Los actuales abogados del comunismo procuran justificar el imperio soviético como una implementación equivocada del ideal comunista. En otras palabras, el comunismo que se manifestó concretamente en la historia fue un error causado por juicios equivocados de parte de ciertos individuos en el poder. De acuerdo con esta línea de defensa, Lenin, Stalin, Mao, Pol-Pot o Kim II Sung no habían comprendido la esencia del comunismo y cometieron pequeños errores en la implementación de esta noble filosofía seudoreligiosa. Sin embargo, quien afirma esto quiere justificar una masacre de inocentes que duró más de medio siglo y le costó la vida a alrededor de cien millones de personas. El comunismo en la historia, el llamado “socialismo real”, no fue un error, sino la conclusión lógica y necesaria del comunismo como ideología. En suma, decir que Stalin o Mao se equivocaron al poner en ejecución la idea comunista es como decir que Hitler cometió errores al llevar el nazismo a la práctica.

Por lo tanto, el enemigo no era únicamente el sistema soviético, sino toda la estructura ideológica del comunismo. Las premisas y predicciones del comunismo eran fundamentalmente equivocadas. La lista de los errores filosóficos del comunismo es larga y podrían escribirse libros sobre el tema, pero centrémonos aquí en tres puntos.

En primer lugar, el comunismo se basa en una concepción equivocada del hombre. El hombre comunista es un hombre “empírico”, motivado por estímulos puramente materiales. Es un mero mecanismo posible de mejorar o empeorar recurriendo a medios económicos. Un sistema económico y político perfecto, en el cual cada uno produce de acuerdo con sus propias posibilidades, pero recibe de acuerdo con sus propias necesidades, habría creado un hombre perfecto. Según el marxismo, la filosofía y la religión eran el resultado del miedo del hombre ante fuerzas que no sabía cómo controlar. Eran el opio de las masas, una falsedad que servía para recompensar a quienes habían fracasado en la vida. Así, la filosofía marxista rehusaba plantearse las interrogantes sobre el misterio de la vida o pensar libremente, limitándose a justificar la praxis. Era una ideología, no una filosofía, y ciertamente no era una religión. Ahora bien, por ser la persona humana bastante más profunda y compleja, el resultado de la visión ideológica marxista errónea fue la opresión del hombre y la sociedad.

En segundo lugar, el comunismo se basa en una concepción equivocada de la historia. La historia es el resultado de una dialéctica entre clases sociales, de las cuales el “proletariado” es la clave vencedora. La clase social es el actor principal en el escenario de la historia, mientras los individuos en particular carecen de significado y no dejan huellas en la historia. (Por este motivo, los comunistas temían tanto a individuos como Walesa o Solzhenitsyn y procuraron silenciarlos de la mejor manera posible, prefiriendo en el caso de este último expulsarlo del “paraíso socialista”. El individuo que se negaba a amoldarse a las categorías impuestas por el sistema comunista era considerado un peligro). La fe comunista en el proletariado no tiene límites porque éste está unido por la misma necesidad económica dondequiera se encuentre. En Alemania, China o Rusia, el proletariado es el mismo.

La carencia de nacionalidad del proletariado y su oposición a la clase “capitalista” fue totalmente desmentida por los hechos. Ante todo, los “proletarios del mundo” nunca se unieron espontáneamente, prefiriendo una división de acuerdo con las fronteras nacionales. En algunos casos, como el cisma chino-soviético de los años 60, los proletarios de ambas naciones se disparaban recíprocamente. Además, no se verificó la división entre las diversas clases sociales en el interior de cada una de las naciones. Por el contrario, el comunismo fue derrotado en muchos países de Europa Central precisamente por la unidad entre las distintas clases sociales que se negaron a aceptar la “dictadura del proletariado”.

En tercer lugar, no se cumplió la predicción comunista de una permanente industrialización del mundo. Por el contrario, la economía mundial se está desindustrializando, con la consiguiente disminución del “proletariado”. Las economías productivas son aquellas que se basan en la tecnología y la información y no es la cantidad de acero producida. El colapso económico de todos los países comunistas, basados precisamente en una industrialización desenfrenada y forzosa, sirve de trágico ejemplo de este error comunista.

Tres victorias

Finalmente, la última pregunta se refiere a la victoria sobre el comunismo. Si bien han transcurrido más de diez años desde la caída del muro de Berlín y una década desde la desintegración del imperio soviético, es demasiado pronto para emitir juicios definitivos sobre el fin de la Guerra Fría y sobre la lucha contra el enemigo comunista. Las luchas políticas no terminan en forma definitiva como los partidos deportivos; terminan más bien cuando los contendores se aplacan y abandonan la escena. Por consiguiente, siempre es difícil afirmar el triunfo de un contrincante sobre el otro.

Por otra parte, en nuestro caso es difícil examinar la victoria sobre el comunismo por cuanto la lucha era más que una guerra militar, donde la derrota de una parte significa el triunfo de la otra. Dada la complejidad de esta batalla, es también compleja la victoria sobre el comunismo. En mi opinión, existen tres “victorias” que deben examinarse. En primer lugar, si se examina la lucha contra el comunismo en un plano estrictamente geopolítico, la Unión Soviética y su imperio fueron totalmente derrotados por el Occidente y sobre todo por los Estados Unidos. “Europa Oriental” volvió a ser “Europa Central”, mientras la URSS se dividió en numerosos estados independientes. Los mercenarios soviéticos han dejado de crear caos en África o América Latina, mientras el fin de los subsidios del Kremlin ha ocasionado graves problemas a los satélites asiáticos (como Vietnam) o americanos (por ejemplo, Cuba) de Moscú. La URSS se ha retirado geoestratégicamente y se encuentra en estado de implosión. Por lo tanto, la victoria fue total. El hecho de quela reconstrucción de Rusia o del área postsoviética no haya tenido hasta ahora gran éxito no menoscaba la derrota del “socialismo real”.

En todo caso, es preciso reconocer que hay tres países donde el comunismo ha logrado sobrevivir, si bien de manera sumamente trágica y precaria: China, Corea del Norte y Cuba. Sin embargo, estos tres estados se consideran como dinosaurios sin gran esperanza de vida (Corea del Norte o Cuba) o como potencias en rápida transformación sobre la base de una combinación de nacionalismo y capitalismo (China). Por consiguiente, el comunismo como manifestación histórica parece haber perdido la batalla del siglo.

En segundo lugar, el comunismo como ideología y visión política, en el centro de esta guerra fría, parece en cambio haber sobrevivido. Los diversos partidos comunistas de ambas partes de la desaparecida “cortina de hierro” se han reciclado con gran astucia. Puesto que el “socialismo real” nunca ha sido condenado en un tribunal y simplemente ha desaparecido sin demasiados bombos y platillos, los comunistas han podido tomar distancia de la moribunda URSS y afirmar que la caída del imperio soviético era una necesidad histórica esperada por todos. Su argumento, mencionado anteriormente, es que el “socialismo real” no es el comunismo. El primero perdió y el segundo es el mejor y el único antídoto contra el capitalismo desenfrenado. De este modo, los comunistas de París, Roma o Varsovia se han “infiltrado” en el campo de los vencedores de la guerra fría, se han convertido en los “nosotros” de esta lucha, aun cuando la historia muestra otra cosa.

Carece de gran importancia el hecho de que los mismos comunistas que hoy afirman haber triunfado en la guerra fría contra la URSS ayer recibían considerable ayuda financiera de las arcas del Kremlin. Si se observan los gobiernos europeos, el reciclaje del comunismo parece haber funcionado tan bien que ya no existen vencidos en la guerra fría. Todos somos vencedores en la lucha contra el enemigo soviético. Por lo tanto, esta “victoria” sobre el comunismo es en el mejor de los casos incierta.

En tercer lugar, el comunismo es la más trágica de las manifestaciones de la tendencia moderna a tratar de construir el paraíso en la tierra. La creencia en la plena perfectibilidad del hombre, que puede obtenerse mediante un ajuste mecánico del sistema político, es típica no sólo del comunismo, sino de parte substancial del pensamiento moderno. Una vez alcanzado el sistema político perfecto y en el momento en que el hombre llega a ser perfecto, la historia termina porque no existe aspiración humana más grande. El paraíso puede alcanzarse hic et nunc.

Indudablemente, el experimento de construir el paraíso del proletariado fracasó de manera deplorable por la sencilla razón de que toda tentativa de convertir al hombre en Dios desemboca en la más absoluta tiranía. ¿Pero hemos realmente triunfado contra esta tendencia? ¿Se ha descartado la idea según la cual es posible realizar lo trascendente en lo inmanente? No. Por el contrario, hay quienes creen haber sido vencedores en la lucha contra el comunismo porque son ellos quienes poseen el verdadero secreto del paraíso en la tierra. Precisamente con el colapso de la Unión Soviética se alzaron algunas voces afirmando el fin de la historia por cuanto había triunfado la ideología liberal. En otras palabras, el paraíso no era comunista, sino liberal.

Por lo tanto, tal vez la victoria fue menos espectacular de lo que parecía ser. El peligro más grave, que llevaría más bien a una derrota en esta lucha contra el comunismo, proviene del hecho de que corremos el riesgo de olvidar los hechos de esta tragedia. La guerra fría parece ya lejana, el comunismo se ha reciclado como baluarte de la democracia contra la globalización y los comunistas se han reposicionado como miembros del campo de los vencedores de esta lucha del siglo. El resultado es la anulación de las líneas que dividían entre “nosotros” y “ellos”, las víctimas del comunismo y los comunistas. Los comunistas se perdonaron ellos mismos e invitan a olvidar el pasado y mirar únicamente hacia el futuro.

Por lo tanto, la verdadera victoria contra el comunismo sólo podrá verse dentro de algunas décadas. Y la única garantía de semejante victoria es no olvidar, transmitiendo a las próximas generaciones el verdadero rostro del comunismo. Tenemos la obligación de cultivar la memoria. No olvidemos los gulag. No olvidemos la Plaza de Tiananmen. No olvidemos el terrorismo comunista. No cerremos los ojos ante la devastación económica, política y social que provocó el comunismo. Y no olvidemos la devastación moral, la ruina del sentido de la amistad y la familia que el comunismo dejó sobre su estela.


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